Antes que los videojuegos entraran a la sala de nuestra casa, las tardes se nos iban jugando en la calle. Los que no teníamos permiso de salir, debíamos conformarnos con ver películas mexicanas todas las tardes en el Canal 2. Teníamos la ventaja de que nuestras madres pertenecen a una generación conocedora de chismes de la farándula del cine de oro. Apenas escuchaban los primeros acordes al iniciar una película y decían: “ah, esa es de Negrete” o “en esa sale Cuco Sánchez”. Yo no entendía por qué a pesar de los balazos, los odios a muerte entre familias y las venganzas, siempre el bueno (y a veces el malo) se daban un tiempecito para cantar un par de canciones y conquistar a la hija del rico del pueblo, esa a la que quiere robarse el malo.
Antes que los reality shows pasaran por la televisión de nuestra casa, las historias modernas de amor y desamor se podían ver en la Revista TVyNovelas. Nos dábamos cuenta que las actrices de telenovelas sufrían las mismas que habían sufrido en sus días Gloria Marín o la María Félix. Al menos los temas con que iniciaba cada capítulo eran más modernos que las canciones de las películas. Resultaba contrastante lo predecibles que se volvían las tramas en la televisión, contra lo complicados que eran los romances en la vida real. Que Verónica Castro tuvo un hijo con un hombre que no es su esposo, que Lucía Méndez tuvo un romance con un cantante mucho menor que ella, llamado Luis Miguel…
También habla de lo contundente que resulta el amor. Ya sea en los diálogos de una película como el Peñón de las ánimas, las cien cartas de amor que Jorge Negrete escribió, o la letra de una canción que interpretó a dueto con Pedro Vargas.
La novela de Criseida Santos es un cuestionamiento a lo que se supone que queríamos ser, esa imagen que teníamos de nosotros mismos aquellas tardes en que las antenas parabólicas comenzaban a decorar los techos de algunas casas. Porque se llegó a pensar que las cosas cambiarían, que estábamos a punto de entrar al Primer Mundo, porque en realidad México no pertenecía al Tercer Mundo sino a los mentados Países en Vías de Desarrollo. ¡Qué ilusos! Porque esa clase media que alguna vez arañamos con los sueldos de empleados de nuestros padres, no veía otra lógica más que “en un país que pasa a Primer Mundo, la clase media, ya es clase media alta”.
¡Qué ilusos! Cuando vimos por primera vez chocolates Snickers y Milky Way en la tienda de la esquina y pensamos, al rato habrá en la ciudad tiendas gringas que abrirán las 24 horas y ya no iremos a Gigante. Beberemos Heineken y pasaremos de fumar cigarros Delicados a los Marlboro Lights.
Pensando así en los años noventa, buscamos el sueño americano y más temprano que tarde vimos claramente nuestra realidad mexicana.
Algunos hemos regresado más de una vez a la casa de nuestros padres, llenos de coraje, siempre a punto de explotar, frustrados porque la vida nos metió el pie a mitad del camino. Reencontramos las calles donde crecimos y vemos de manera impotente a los niños que ahora corren por el parque, trepan en los resbaladeros o van de mala gana a comprar refrescos.
En el camino hemos encontrado amigos con los que creímos congeniar porque eran igual de raros que nosotros, y luego resultaron ser nuestros enemigos, tuvimos esa amiga que (¡oh, sorpresa!) nunca imaginamos que llegaría a ser el amor de nuestra vida, el primo que se cree la gran cosa porque se ha metido en una oficina más parecida a un cubo, donde respira ocho horas al día y luego regresa a casa con aire de hombre importante, dispuesto a no dejarse vencer, a ver las limitantes de los demás porque “está cabrón que algún día tú puedas hacer esto o aquello”.
* Luis Valdez
Monterrey, 31 de agosto de 2010.
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