Como que hace calor, ¿no? ¿O será que ya me apasioné? Pero bueno, los perros. Te cuento de los perros. Primero llegó uno (lo llevó Felicia a la edad de nueve años), luego llegó otro (lo llevó el papá tres o cuatro años después) y un perro llevó a otro perro, y de pronto la casa se llenó de perros. Cuando Felicia y yo volvimos, la casa de sus padres era habitada también por Chuleta, una golden retriever, y por Filomeno, Taz, Pinta y Pistol, cocker spaniel todos. Nosotras llevamos a Cloty, cocker spaniel también. Cloty y Pistol tenían una relación amor–odio, se buscaban todo el tiempo pero al final una terminaba peleando con la otra. Felicia y yo decíamos: “se me hace que estas perras son lesbianas”, pero el papá de Felicia muy docto en biología nos aclaraba: “el perrito va arriba siempre” y luego teorizaba: “están jugando a montarse, se están preparando para el macho, para liberar feromonas y venga el macho y las monte, son juegos normales, de preparación” y lo decía muy despacito, muy “te lo digo Juana para que lo entiendas Chana”. Y entonces yo me sordeaba y Felicia miraba para otra parte y mejor nos poníamos a hablar de otra cosa, pero el señor insistía: “hasta las vacas se montan entre sí para erotizarse y estar listas para el toro” y la cosa se ponía incómoda y entonces venía la retahíla, la defensa, que si una de cada cinco parejas de pingüinos reales en cautiverio son del mismo sexo y se dan entre ellos, que si las morsas macho copulan con otras morsas macho, y que si hay orcas que nada más se sienten a gusto entre las de su mismo sexo, y que si los manatíes hacen verdaderas orgías, y los delfines, y las ballenas, y las jirafas y yo diciendo: “no es por nada, pero yo no me siento pingüino, ni delfín, ni jirafa, un poco ballena, ok, pero ni orca, ni ningún otro pinche animal del Animal Planet, así que por favor, Would you please shut the fuck up?”. Y la cosa podía terminar con portazo y grito y reconciliación muy a huevo porque de otra manera cohabitar hubiera sido imposible. Y no me estoy quejando, el padre de Felicia era latoso, eso sí, pero nos abrió las puertas, nos aceptó en su casa, nos dio chance de tocar la base. La mamá igual, aunque ella era más entendida. Cuando las discusiones se ponían hardcore, la señora las entibiaba con un: “¿la prefieres puta?”.
Pero bueno, los perros. Taz era la de las supuraciones apestosas. Era imposible permanecer a su lado sin sentir ganas de vomitar, un asco profundo. Los padres de Felicia estaban acostumbrados ya al olor, así que podían comer, sentarse y hasta dormir al lado de Taz sin sufrir ninguna clase de tribulaciones. “Yo no quiero comer en su casa”, le decía a Felicia. “Pues te aguantas, porque no tenemos para andar comiendo afuera”. Ella hacía todo lo posible por hacer más cómodo el evento, le pedía a su madre espantara al perro mientras comíamos, pero yo olía la comida y no podía hacer que mi olfato se concentrara en otra cosa. “Está en el ambiente, Felicia”, “pues espántala, haz algo, no nada más te quejes”, “es que no es mi casa, no son mis papás, cómo vengo yo a espantarles el perro”, decía yo, “tú pégale, dile que se vaya, ¡apesta!”.
Taz era una perra muy enfermiza, desde sus primeros meses de vida fue pescando infecciones y rarezas. Su nombre era una ironía, se llamaba Taz por el demonio de Tazmania, por la hiperactividad característica de éste, sin embargo, tú veías al pobre animal todo “ñango”, con los ojos saltones, vidriosos y tristes, con las patas flacas y la oreja infectada del tamaño de un hot cake de dólar, apestosísima. Cuando Felicia y yo llegamos al Nogalar, Taz llevaba casi tres años dando lástima, pero sobre todo, dando asco.
El tormento de aspirar la oreja podrida de Taz terminó cuando llegó la oportunidad de un segundo empleo que vino como brisa de alegría para refrescarme la cara. Me levantaba tarde porque entraba pasando el mediodía, no desayunaba, me iba justo a la hora de comer y volvía ya bien noche. Me animaba el hecho de no ver a los perros en todo el día. Me refugié en el trabajo, en corregir las notas de Reynosa, en enterarme de la política de Reynosa, como si eso me importara, como si fuera algo fundamental en mi vida [1]. Trataba de no hacer amistades para evitar las preguntas, para evitar la intimidad, la cercanía. Pero entonces, cual “hallazgo macabro”, me enteré de la existencia, ahí en el periódico, de una mujer llamada Calipso, y me boté de la risa, ¿no?, ¿quién se llama Calipso hoy en día? Y empecé a molestarla, que la isla de Ogigia, que Ulises, que Penélope, que el Cíclope, y ella me miraba con cara de “¿y esta pendeja que trae?”, hasta que entró en el juego y “sí, sí, las sirenas, y los naufragios, y Zeus, y Poseidón, y tú cómo te llamas, y de dónde eres, y qué estudiaste, y te gusta London Suede, y te gusta Travis, y un día unas ‘chelas’”, “sí, un día unas chelas”, hasta que ese día llegó, y la plática se tornó más intensa, y empiezan las netas. “Tengo novia”, le dije, “se llama Felicia y está embarazada”, y Calipso toda cool, sin despeinarse, “¿y qué signo es?”, me preguntó. “Escorpión”, le dije, y entonces se quedó callada y dijo algo raro, algo como: “yo con los escorpiones no me meto”, y le aclaré: “ella, Felicia, es escorpión” y me contestó: “por eso”.
Y entonces la plática se fue por otro lado, por el de su gusto por los hombres, por la necesidad de tener sexo de manera periódica, de la urgencia de tener un pene entre las piernas, “¿no te pasa a ti, Claudia?”, “no muy seguido”, dije, “me gustan más las mujeres”. Y de nuevo la plática se fue por otro lado, por la queja, “¿por qué será que me viborean tanto en la oficina? He cachado a varios. Cuando paso por sus lugares volteo a verlos y una vez un diseñador estaba lamiendo el sándwich por en medio, por la abertura entre pan y pan”.
¿Cómo era Calipso? Del tipo de Felicia que es el tipo que siempre me ha gustado: con pelo lacio, blanquitas pero no tanto, estatura mediana, mirada indescifrable, buen trasero, peculiar modo de andar, con una vibra a lo Ninel Conde.
Calipso y yo estuvimos saliendo con mucha constancia durante el mes y cacho que duró en el periódico. Siempre era un ratito, media hora, a lo sumo una, porque yo no quería decirle a Felicia que iba a salir para no darle explicaciones, ya sabes, and why, the who, what, when, the where and the how. Porque estaba harta de mí, de ella, de toda la situación, de sentir la pérdida de mi libertad, una cosa muy masculina, muy “voy a tener hijos, voy a perder independencia”, with the bullshit they pull cuz they full of shit too. Así que me las ingeniaba para hacer ver las cosas más naturales, más creíbles. Un café, una chela, una cosa así, rápida, sin detenernos mucho. Desde luego eso le molestaba a Calipso, no era de piedra, y a nadie le agrada sentirse carrereada, ¿no? Yo me hacía la mensa, yo todo lo manejaba con mucha diplomacia bajo la etiqueta de buenas amigas, “te quiero mil, nunca cambies”, pero era muy obvia la tensión sexual, que le viboreaba las nalgas cuando se paraba al baño. Ella seguía el juego porque para una “buga” no es fácil nadar estas aguas. A ella le salía la plática incita erecciones, una plática tipo “mi hombre no me satisface, no tengo ‘llenadera’, es el peor amante que he tenido”, una conversación como para que uno le conteste “yo cojo mejor” o “si tanta urgencia tienes, yo te hago el favorcito en nombre de nuestra amistad”. Calipso era muy calienta pendejos, o en mi caso, calienta pendejas, porque nada más me alborotaba y como La Negra, nada más me decía que sí, pero no me decía cuándo. Me la pasaba con madre con ella, los minutos se me iban volando, pero como no quería hacer el oso contestándole una llamada por celular a Felicia, tenía que irme en chinga para no empezar a levantar más sospechas de las ya existentes. Ese tipo de cosas es muy difícil de tapar. En el trabajo ya todo mundo nos veía “voladísimas” y lógico, pensaban que yo era una calenturienta de lo peor. Un día, el pinche jefe marrano que teníamos me dijo: “oye Claudia, andas muy inquieta, nada más te veo plática y plática con Calipso y uno no viene al trabajo a hacer amigos. Si quieres salir a fumarte un cigarro con ella, pues salgan… y me invitan”. Se la debió estar jalando a diario pensando en un trío o en una escena lésbica entre Calipso y yo.
Total, la mujer me dejaba toda alborotada, con la temperatura altísima, pero yo la dejaba todavía más, porque ella siempre creía que esa noche por fin iba a decidirme a todo. Me iba a mi casa en la “lela”. Era como un acicate para seguir viviendo, pero las cosas no prosperaron y ella pronto renunció al trabajo y se difuminó de mis días.
Era horrible regresar en el camión vacío, con frío, con sueño, y llegar a pisar caca de perro porque todo estaba oscuro, no había ni un pinche foco, regresar para volver a salir al Oxxo porque a Felicia se le había antojado un chocolate, o salir a buscar tacos porque no había comido nada en todo el día por pena con sus papás. “Pero estás embarazada, tienes que comer” la regañaba yo, y ella decía: “sí”, muy bajito. Y allá iba yo por comida o por algo de beber y los perros siguiéndome, con ganas de jugar, hasta que una noche perdí el control y agarré uno a tubazos, un tubo feo y oxidado, a lo mejor de una tubería vieja. Y al día siguiente el drama fue mayúsculo porque el papá de Felicia vio al perro lastimado y preguntó. “Le pegaron, ¿verdad? Le pegaron al perro” y yo bien cobarde lo negué todo, dije: “no, yo no fui”, pero nadie me creyó. Felicia ni me quiso preguntar, no quiso enterarse, a ella no le iba a mentir, pero no preguntó.Una noche Felicia me estaba esperando sentada en el borde de la cama. “Vámonos de aquí”, me pidió casi llorando. Yo medio la tranquilicé “nombre, espérate, ¿qué pasó?”. Y me va contando. “Taz se murió hace diez días”, y yo “pues qué pena, pobrecita perra”, pero a Felicia se le vinieron las lágrimas con más ganas. “Amaneció muerta hace diez días y mi papá la envolvió en una bolsa de plástico para enterrarla, ¡hace diez días!”. Felicia tenía mucha dificultad para hablar, sus ideas, sus sentimientos parecían estar cambiando cada segundo. “La puso en el cuarto de los triques, ya pasaron diez días, Claudia, diez días y no la ha enterrado”. Yo me quise morir del asco, de la tristeza, pero no teníamos dinero, no alcanzábamos el depósito de un departamento aunque fuera en una colonia mala como la de Zoraida. Felicia le suplicó, le pidió a su amiga como favor nos diera asilo político, pero al final nos quedamos en la casa de los padres. Relax, said the night man, we are programmed to receive, you can checkout any time you like, but you can never leave.
Pero bueno, los perros. Taz era la de las supuraciones apestosas. Era imposible permanecer a su lado sin sentir ganas de vomitar, un asco profundo. Los padres de Felicia estaban acostumbrados ya al olor, así que podían comer, sentarse y hasta dormir al lado de Taz sin sufrir ninguna clase de tribulaciones. “Yo no quiero comer en su casa”, le decía a Felicia. “Pues te aguantas, porque no tenemos para andar comiendo afuera”. Ella hacía todo lo posible por hacer más cómodo el evento, le pedía a su madre espantara al perro mientras comíamos, pero yo olía la comida y no podía hacer que mi olfato se concentrara en otra cosa. “Está en el ambiente, Felicia”, “pues espántala, haz algo, no nada más te quejes”, “es que no es mi casa, no son mis papás, cómo vengo yo a espantarles el perro”, decía yo, “tú pégale, dile que se vaya, ¡apesta!”.
Taz era una perra muy enfermiza, desde sus primeros meses de vida fue pescando infecciones y rarezas. Su nombre era una ironía, se llamaba Taz por el demonio de Tazmania, por la hiperactividad característica de éste, sin embargo, tú veías al pobre animal todo “ñango”, con los ojos saltones, vidriosos y tristes, con las patas flacas y la oreja infectada del tamaño de un hot cake de dólar, apestosísima. Cuando Felicia y yo llegamos al Nogalar, Taz llevaba casi tres años dando lástima, pero sobre todo, dando asco.
El tormento de aspirar la oreja podrida de Taz terminó cuando llegó la oportunidad de un segundo empleo que vino como brisa de alegría para refrescarme la cara. Me levantaba tarde porque entraba pasando el mediodía, no desayunaba, me iba justo a la hora de comer y volvía ya bien noche. Me animaba el hecho de no ver a los perros en todo el día. Me refugié en el trabajo, en corregir las notas de Reynosa, en enterarme de la política de Reynosa, como si eso me importara, como si fuera algo fundamental en mi vida [1]. Trataba de no hacer amistades para evitar las preguntas, para evitar la intimidad, la cercanía. Pero entonces, cual “hallazgo macabro”, me enteré de la existencia, ahí en el periódico, de una mujer llamada Calipso, y me boté de la risa, ¿no?, ¿quién se llama Calipso hoy en día? Y empecé a molestarla, que la isla de Ogigia, que Ulises, que Penélope, que el Cíclope, y ella me miraba con cara de “¿y esta pendeja que trae?”, hasta que entró en el juego y “sí, sí, las sirenas, y los naufragios, y Zeus, y Poseidón, y tú cómo te llamas, y de dónde eres, y qué estudiaste, y te gusta London Suede, y te gusta Travis, y un día unas ‘chelas’”, “sí, un día unas chelas”, hasta que ese día llegó, y la plática se tornó más intensa, y empiezan las netas. “Tengo novia”, le dije, “se llama Felicia y está embarazada”, y Calipso toda cool, sin despeinarse, “¿y qué signo es?”, me preguntó. “Escorpión”, le dije, y entonces se quedó callada y dijo algo raro, algo como: “yo con los escorpiones no me meto”, y le aclaré: “ella, Felicia, es escorpión” y me contestó: “por eso”.
Y entonces la plática se fue por otro lado, por el de su gusto por los hombres, por la necesidad de tener sexo de manera periódica, de la urgencia de tener un pene entre las piernas, “¿no te pasa a ti, Claudia?”, “no muy seguido”, dije, “me gustan más las mujeres”. Y de nuevo la plática se fue por otro lado, por la queja, “¿por qué será que me viborean tanto en la oficina? He cachado a varios. Cuando paso por sus lugares volteo a verlos y una vez un diseñador estaba lamiendo el sándwich por en medio, por la abertura entre pan y pan”.
¿Cómo era Calipso? Del tipo de Felicia que es el tipo que siempre me ha gustado: con pelo lacio, blanquitas pero no tanto, estatura mediana, mirada indescifrable, buen trasero, peculiar modo de andar, con una vibra a lo Ninel Conde.
Calipso y yo estuvimos saliendo con mucha constancia durante el mes y cacho que duró en el periódico. Siempre era un ratito, media hora, a lo sumo una, porque yo no quería decirle a Felicia que iba a salir para no darle explicaciones, ya sabes, and why, the who, what, when, the where and the how. Porque estaba harta de mí, de ella, de toda la situación, de sentir la pérdida de mi libertad, una cosa muy masculina, muy “voy a tener hijos, voy a perder independencia”, with the bullshit they pull cuz they full of shit too. Así que me las ingeniaba para hacer ver las cosas más naturales, más creíbles. Un café, una chela, una cosa así, rápida, sin detenernos mucho. Desde luego eso le molestaba a Calipso, no era de piedra, y a nadie le agrada sentirse carrereada, ¿no? Yo me hacía la mensa, yo todo lo manejaba con mucha diplomacia bajo la etiqueta de buenas amigas, “te quiero mil, nunca cambies”, pero era muy obvia la tensión sexual, que le viboreaba las nalgas cuando se paraba al baño. Ella seguía el juego porque para una “buga” no es fácil nadar estas aguas. A ella le salía la plática incita erecciones, una plática tipo “mi hombre no me satisface, no tengo ‘llenadera’, es el peor amante que he tenido”, una conversación como para que uno le conteste “yo cojo mejor” o “si tanta urgencia tienes, yo te hago el favorcito en nombre de nuestra amistad”. Calipso era muy calienta pendejos, o en mi caso, calienta pendejas, porque nada más me alborotaba y como La Negra, nada más me decía que sí, pero no me decía cuándo. Me la pasaba con madre con ella, los minutos se me iban volando, pero como no quería hacer el oso contestándole una llamada por celular a Felicia, tenía que irme en chinga para no empezar a levantar más sospechas de las ya existentes. Ese tipo de cosas es muy difícil de tapar. En el trabajo ya todo mundo nos veía “voladísimas” y lógico, pensaban que yo era una calenturienta de lo peor. Un día, el pinche jefe marrano que teníamos me dijo: “oye Claudia, andas muy inquieta, nada más te veo plática y plática con Calipso y uno no viene al trabajo a hacer amigos. Si quieres salir a fumarte un cigarro con ella, pues salgan… y me invitan”. Se la debió estar jalando a diario pensando en un trío o en una escena lésbica entre Calipso y yo.
Total, la mujer me dejaba toda alborotada, con la temperatura altísima, pero yo la dejaba todavía más, porque ella siempre creía que esa noche por fin iba a decidirme a todo. Me iba a mi casa en la “lela”. Era como un acicate para seguir viviendo, pero las cosas no prosperaron y ella pronto renunció al trabajo y se difuminó de mis días.
Era horrible regresar en el camión vacío, con frío, con sueño, y llegar a pisar caca de perro porque todo estaba oscuro, no había ni un pinche foco, regresar para volver a salir al Oxxo porque a Felicia se le había antojado un chocolate, o salir a buscar tacos porque no había comido nada en todo el día por pena con sus papás. “Pero estás embarazada, tienes que comer” la regañaba yo, y ella decía: “sí”, muy bajito. Y allá iba yo por comida o por algo de beber y los perros siguiéndome, con ganas de jugar, hasta que una noche perdí el control y agarré uno a tubazos, un tubo feo y oxidado, a lo mejor de una tubería vieja. Y al día siguiente el drama fue mayúsculo porque el papá de Felicia vio al perro lastimado y preguntó. “Le pegaron, ¿verdad? Le pegaron al perro” y yo bien cobarde lo negué todo, dije: “no, yo no fui”, pero nadie me creyó. Felicia ni me quiso preguntar, no quiso enterarse, a ella no le iba a mentir, pero no preguntó.Una noche Felicia me estaba esperando sentada en el borde de la cama. “Vámonos de aquí”, me pidió casi llorando. Yo medio la tranquilicé “nombre, espérate, ¿qué pasó?”. Y me va contando. “Taz se murió hace diez días”, y yo “pues qué pena, pobrecita perra”, pero a Felicia se le vinieron las lágrimas con más ganas. “Amaneció muerta hace diez días y mi papá la envolvió en una bolsa de plástico para enterrarla, ¡hace diez días!”. Felicia tenía mucha dificultad para hablar, sus ideas, sus sentimientos parecían estar cambiando cada segundo. “La puso en el cuarto de los triques, ya pasaron diez días, Claudia, diez días y no la ha enterrado”. Yo me quise morir del asco, de la tristeza, pero no teníamos dinero, no alcanzábamos el depósito de un departamento aunque fuera en una colonia mala como la de Zoraida. Felicia le suplicó, le pidió a su amiga como favor nos diera asilo político, pero al final nos quedamos en la casa de los padres. Relax, said the night man, we are programmed to receive, you can checkout any time you like, but you can never leave.
[1] El periódico era de circulación en Tamaulipas, pero no se editaba ni imprimía en ese estado por miedo, porque en 2006 cuatro sujetos entraron a la redacción del periódico El Mañana en Nuevo Laredo y lanzaron una granada que dejó herido al reportero Jaime Orozco Tey. La recepción quedó casi destruida y las paredes tuvieron durante mucho tiempo las huellas de las balas.
2 comentarios:
no me parece justo que no hayan caido comentarios... quizá le pasó todo el mundo como a mí, que lo leí ávidamente desde el primeritito día, pero entré en shock, en éxtasis, en adoración... en una compulsión por beberme el resto... y ya no pude comentar
dónde dónde dónde! yo quiero ese libro.
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